¡El Señor os dé la paz!
La Iglesia
comunica la verdadera vida no sólo por la palabra de Dios, sino también, como
medios necesarios para la salvación, por los sacramentos, especialmente la
penitencia y la eucaristía: «Son misterios de Dios que san Francisco va
descubriendo; y, sin saber cómo, es encaminado hacia la ciencia perfecta» (2
Cel 7). El santo vuelve a afirmar la ordenación eclesiástica querida por Dios y
que cátaros y valdenses rechazaban o consideraban superflua: «Debemos también
confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la
sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre,
no puede entrar en el Reino de Dios». «Y a nadie de nosotros quepa la menor
duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y la sangre
de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos pronuncian, proclaman y
administran. Y sólo ellos deben administrarlos y no otros» (2CtaF 22-23 y
34-35). He aquí otro motivo para honrar y amar a los sacerdotes como a sus
señores: «Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo
corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y
santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a otros. Y quiero
que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y
colocados en lugares preciosos» (Test 10-11).
Este inmenso
misterio fue convirtiéndose, en la vida cristiana del santo, cada vez con más
fuerza en el centro único, en torno al cual giraba toda su piedad: «Ardía en
fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del
Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente
caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa,
pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para
infundirla también a los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno
de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir
al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de
continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201). Por otra parte, la Iglesia,
colmada por el Señor, se le hace visible en la comunidad de los que con Él se
ofrecen. Por eso Francisco insta a que en las comunidades los hermanos celebren
una sola misa diaria (CtaO 30).
La santa Madre
Iglesia no se limita a dar y conservar la vida al hombre, sino que lo guía
también con su jerarquía. Sólo esta convicción explica la espontánea e
incondicional obediencia del joven san Francisco al obispo de Asís desde el
comienzo de su nueva vida. Es lo que también permite entender que «después que
el Señor le dio hermanos», marchara a Roma para ponerse con su comunidad a las
órdenes de la Iglesia. De aquí nace su gran deseo de que el papa Inocencio III
confirme su forma de vida y la de sus hermanos: «Veo, hermanos, que quiere el
Señor aumentar misericordiosamente nuestra congregación. Vayamos, pues, a
nuestra santa madre la Iglesia de Roma y manifestemos al sumo pontífice lo que
el Señor empieza a hacer por nosotros, para que de voluntad y mandato suyo
prosigamos lo comenzado» (TC 46). San Francisco quiere que su misión y vocación
divinas sean reconocidas y aprobadas por la Iglesia.
Por eso no es extraño que desde los comienzos de
su nueva vida, y siempre, quiera estar sometido a la sede apostólica, y a la
Iglesia romana: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor
papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana. Y
los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus
sucesores» (2 R 1,2). Esta promesa de fidelidad se halla ya en la primera
regla: «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta religión,
prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores» (1 R
Pról.); así Francisco, y sus sucesores, y en la cabeza de la orden todos sus
miembros, se proclama y se confiesa súbdito del papa y de la Iglesia, y puesto
que todos están obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores, se
declara dispuesto en nombre de toda la orden a obedecer y acatar todas las
disposiciones del papa y de la Iglesia romana y a seguir fielmente sus
directrices y normas. Era la primera vez en la historia de la Iglesia que el
fundador de una orden religiosa se unía y vinculaba tan estrechamente al papa y
a la Iglesia romana y se sometía a ella en todo (cf. TC 52). Mis queridos
amigos esta es la misma devoción y respeto a los Ungidos del Señor y la
obediencia total a la Iglesia en la persona del Papa y del Obispo donde Dios
quiere que sirvamos, de este servidor y amigo, que les pide que recen mucho por
mi, como yo lo hago por ustedes,
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