Tiempo de Pascua. Tiempo de Resurrección.
“En el mismo instante se levantaron, y volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a sus compañeros, que les dijeron: El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón. Ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo le reconocieron en la fracción del pan” (Lc. 24, 33-35).
Después de haber vivido con el Señor su Pasión y su Muerte, contemplando las escenas del Viacrucis, y después de haber muerto en nuestra alma al pecado –en el Sacramento de la Reconciliación-, y a la muerte –en la Eucaristía-, vivimos en este tiempo litúrgico la gloria de la Resurrección, como la vivieron aquel día los discípulos de Emaús.
“Verdaderamente ha resucitado”. En los Evangelios de estos días de Pascua, la Iglesia nos invita a participar con los primeros cristianos del asombro y de la sorpresa del anuncio de la Resurrección, y vivir con ellos el gozo de ver a Cristo Resucitado.
La fe de la Magdalena, la fe y el arrepentimiento de santo Tomás, la revivida esperanza de los discípulos de Emaús - “Su corazón ardía mientras oían las palabras del Señor en el camino”-, el arrepentimiento y la caridad de Pedro. Todos reciben la luz después de haber estado un tiempo en tinieblas. Como nos habrá sucedido a nosotros tantas veces a lo largo de nuestra vida. Vemos quizá muchas veces a Cristo derrotado, maltratado, profanado y no tenemos ojos para verlo a nuestro lado, Resucitado.
Como a los apóstoles y a los discípulos, el Señor nos busca, y se manifiesta por caminos que no esperamos. ¿Quién les podría decir a los de Emaús, que era Cristo aquel hombre que caminaba a su lado? Las dudas de santo Tomás también nos son familiares. Los cristianos somos conscientes del misterio que engendra, rodea y embarga nuestra vida. Queremos “tocar” al Señor; “experimentar” su Resurrección.
Y nos equivocamos.
Es Él quien escoge los momentos, las circunstancias para acercarse a nosotros. Mejor, porque está cerca siempre, para despertarnos de nuestros “sueños”.
Cristo Resucitado quiere también resucitar en el origen de nuestra vida, en el manantial que salta hasta la ida eterna que mana en nuestro espíritu, y sanar las raíces que, por falta de fe, de esperanza y de caridad, se hayan agostado, enmohecido, muerto.
Las santas mujeres, con María Magdalena a la cabeza, aún abatidas por la muerte, buscan con amor el cadáver del Señor para venerarlo y transmitirle todo el amor que no han podido manifestarle la tarde del Viernes Santo. No buscan al Resucitado. El Resucitado les sale al encuentro, las busca, las encuentra, y las convierte en los primeros testigos de la Resurrección.
Cristo Resucitado no pide a los Apóstoles cuenta de su pecado, de su traición, del abandono en que lo han dejado solo en la Cruz. Les transmite paz, les infunde el Espíritu Santo para que perdonen los pecados de los hombres. Y aprovecha la ocasión para arrancar del alma de Pedro las heridas provocadas por sus negaciones. Tres veces negó conocerle, tres veces reafirma su amor. Y el Señor le indica que cuide de sus hermanos, que sostenga a todos en la Fe.
Cristo Resucitado llena de luz la inteligencia y el corazón de los apóstoles y de los discípulos, hombres y mujeres. No ven fantasmas. No lo reconocen enseguida, porque sus ojos están todavía en el horizonte del tiempo, de la muerte y del pecado.
Ante Jesús Sacramentado renovemos la Fe en la Resurrección. “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él; pues sabemos que Cristo resucitado ya no muere, la muerte no tiene dominio sobre Él” (Rm 6, 8-9).
La Resurrección de Cristo, un hecho real, histórico, más allá de la muerte, será siempre la piedra de toque de toda la predicación de la Iglesia, del anuncio de la vida de Cristo
“Señor Dios, decimos en la oración colecta de la misa del día de la Resurrección, que en este día nos has abierto las puertas de la vida por medio de tu Hijo, vencedor de la muerte, concede a los que celebramos la solemnidad de la resurrección de Jesucristo, ser renovados por tu Espíritu, para resucitar en el reino de la luz y de la vida”.
Resucitado y en el Cielo, Cristo nos envía el Espíritu Santo. El tiempo pascual termina el día de Pentecostés. El Espíritu Santo, que nos lleva a clamar, “Abba, Padre”, nos da la luz para que lleguemos a ser conscientes de nuestra vida cristiana, la vida de los hijos de Dios en Cristo Jesús: “Los que son llevados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios” (Rm 8, 14).
“Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida” (san Josemaría. Es Cristo que pasa, n. 134).
Mirando a Cristo Resucitado, en compañía de la Santa Virgen María, ese “reino de la luz de la vida” comienza ya en este lado de nuestro vivir a echar raíces de vida eterna, de resurrección eterna.
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Cuestionario
¿Me acuerdo con frecuencia de que soy hijo de Dios, y de que el Espíritu Santo actúa en mí?
¿Tengo la alegría de dar testimonio de la fe en Cristo Resucitado, entre mis amigos y conocidos?
Cristo ha resucitado, ¿por qué a veces me entristezco, me aíslo de los demás, pierdo la esperanza?
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