La Iglesia (IV).
La constitución dogmática sobre la Iglesia del concilio Vaticano II comienza en su primer número recordando:
La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano.
E insiste al final de ese mismo número primero de la constitución Lumen gentium (=LG),
esta tarea de la Iglesia resulta mucho más urgente, para que todos los hombres, unidos hoy en día más estrechamente con diversas relaciones sociales, técnicas y culturales, alcancen también plenamente la unidad en Cristo.
esta tarea de la Iglesia resulta mucho más urgente, para que todos los hombres, unidos hoy en día más estrechamente con diversas relaciones sociales, técnicas y culturales, alcancen también plenamente la unidad en Cristo.
Quisiera que reflexionásemos hoy un poco sobre estas enseñanzas siempre actuales.
La Iglesia como un sacramento en Cristo.
La Iglesia no se puede entender separada de Cristo su esposo, piedra fundamental y origen. Unida a él, que es la cabeza, es su cuerpo. Cada cristiano y la entera Iglesia somos y vivimos injertados en Cristo, partícipes de su filiación divina. Es en Él dónde Dios Padre ha unido lo humano y lo divino de un modo singular e irrevocable. Así lo establece en la Encarnación y lo manifiesta en todo su esplendor y de modo definitivo con su Resurrección y Ascensión a los Cielos (ya lo anticipó en el parto virginal o en la transfiguración). Este Cristo, Dios hecho hombre y hombre plenamente divinizado, es el “primogénito de muchos hermanos”. Hermanos llamados a ser su Iglesia.
Esto quiere decir que en la Iglesia se participa esa unidad que trae lo divino a los hombres y eleva lo humano hasta Dios. El Padre ha querido hacer de la Iglesia, esponsalmente unida a Cristo, el “lugar de encuentro” entre los hijos de los hombres y Él. En la Iglesia, como en la humanidad de Cristo, Dios se abaja hasta nosotros y nos abraza hasta elevarnos hasta Él.
Todo esto se inicia por medio del Bautismo y ve su acabamiento por medio de la Confirmación y la Eucaristía. Bautismo y confirmación nos hacen, cada uno desde su peculiar gracia, asociarnos a Cristo y poder actuar con Él, como su cuerpo. La Eucaristía alimenta este vínculo esponsal irrevocable y nos permite actuar ya sacramentalmente nuestra identidad y misión sacerdotales. Ser en la Iglesia de Cristo puentes que unen en si lo divino y lo humano. Consagrar el mundo y las realidades que lo integran y elevar a Dios alabanzas y súplicas en favor de toda la humanidad (Cfr. LG 10 y 11).
La Eucaristía se presenta desde esta perspectiva como acción fundante y estructurante del sacerdocio cristiano (ya ordenado, ya regio o común). Según se participa en la Eucaristía, como cabeza o cuerpo, así se realiza y manifiesta la condición de Ordenado y Bautizado o de sólo Bautizado. Como bautizados los miembros de la Iglesia purifican y transfiguran todas las realidades de la vida humana y las integran en el Plan de Dios, las unen a Dios, y manifiestan en ellas la gloria de Dios, elevando así un perfecto canto de alabanza al Creador y llevando a plenitud todo cuanto ha sido creado.
Si esto nace de la Eucaristía celebrada y comulgada, esto se consolida y refuerza en la Eucaristía adorada y gustada.
La Iglesia y la unidad del género humano.
Hoy, a 50 años vista del Vaticano II se habla más de “globalización” que de unidad. Tal vez, precisamente, porque el acercamiento de los seres humanos en este medio siglo ha seguido siendo por relaciones sociales, técnicas y culturales, crecientes pero no por acercamiento en Dios y en su Mediador con los hombres, Jesucristo. Y por eso esta globalización, que no unión, muestra sus debilidades e insuficiencias cada vez más contrastantes.
La Iglesia, creo entender así el magisterio de los últimos pontífices, se ve urgida cada vez con más fuerza a la misión (Evangelización [Pablo VI], Nueva evangelización [Juan Pablo II y Benedicto XVI], Iglesia en salida [Francisco]…). Urgida a salir al encuentro de los hombres de nuestro tiempo y ofrecerles la base y fundamento de su unidad: Jesús, el Cristo de Dios. Los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, sólo en Dios encuentran su identidad y unidad. Hablar de Dios y hablar del hombre son realidades inseparables y que se reclaman mutuamente. Cristo es la Revelación plena de ambas. Sin él no hay ni teología ni humanismo completos y satisfactorios.
Y la Iglesia vive y proclama estas realidades fundamentales y urgentes en la Eucaristía, compendio de Teología y de humanidad.
Preguntas para el diálogo y la meditación.
- ¿Vives tu pertenencia a la Iglesia como signo de la unidad entre Dios y el hombre que ha comenzado en Cristo Jesús?
- ¿Entiendes tu vocación y misión en la Iglesia como consagración de todas las realidades humanas a Dios e intercesión y alabanza de la humanidad ante Él?
- ¿Al participar en la Eucaristía, en la celebración, la comunión y la adoración, comprendes que eres capacitado y llamado a realizar la gran misión de la Iglesia para salvación de los hombres y gloria de Dios?
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