Eucaristía y Doctrina Social de la Iglesia IV
La comunidad política (10). CDSI cap. VIII (pp. 191-215).
Muchos de entre nosotros al oír el término “política” fruncen el ceño, aunque sea interiormente. Para algunos alardear de “a-políticos” es casi un timbre de gloria. Y es verdad que no conviene mezclar la acción apostólica con tomas de posición partidistas en lo político, la militancia en asociaciones de carácter religioso y la militancia en la actividad política profesionalmente asumida, al detentar cargos políticos. También acepto que hemos conocido años en que la política partidista quería infiltrarse en toda la vida humana y manipularla por completo al servicio de sus propios fines. No menos que los altos niveles de corrupción en la “gente de la política” ha suscitado un justificable rechazo y pérdida de confianza en los políticos. No obstante, la política no debe confundirse o reducirse a la militancia en partidos políticos o el desempeño de cargos públicos.
Dios no ha querido sólo a los seres humanos aislados, ni simplemente agrupados
en familias, ha favorecido la tendencia entre ellos a la sociedad, a una agregación
más amplia en ciudades y estados, formando comunidades políticas. Dios se
presenta como el fundamento último de la “autoridad” por ser el Creador y
Conservador del ser humano y del cosmos. El mismo Dios en David elige un rey
para su Pueblo, aunque estas autoridades humanas no den la talla para
representar el cuidado de Dios sobre sus criaturas. Cristo, como los profetas,
ha censurado las conductas egoístas y corruptas de las autoridades de su
tiempo, pero se sometió a su autoridad pese a todo, aunque esto le costó la
vida. Esta misma conducta observamos en las primeras comunidades cristianas,
aun en tiempo de persecuciones: crítica de mal gobierno, rechazo de las leyes
injustas, pero respeto de las autoridades en cuanto tales, en el ejercicio de su
función y oración por ellas.
La
Biblia y la Historia Sagrada nos muestran claramente cómo la comunidad
política de los seres humanos y su estructuración en instituciones
y magistraturas es algo querido por Dios, aun a sabiendas del daño que
el pecado podía hacer infiltrado en estas realidades y fuerzas políticas. ¿Por
qué? Porque la convivencia social de los seres humanos y
el ejercicio del servicio público dentro de ella de diversas
magistraturas es algo bueno para el bien común y para el desarrollo armónico de
los seres humanos. Dios que es Trinidad de Personas en la unidad de la
Naturaleza Divina y que nos ha creado para vivir y participar personalmente de
esa Naturaleza, para que Él lo sea “todo en todos”, ¿cómo no va a querer que
animados por su amor y amistad y guiados por su espíritu participemos ya aquí,
en figura, de la harmoniosa comunión y bondadosa jerarquización de su Misterio
Trinitario? Esto lo alcanzamos en el plano natural a través de la sociedad
política y en el sobrenatural mediante la Iglesia. Ambos planos son autónomos
pero persiguen un mismo fin y están llamados a conjugarse y armonizarse por el
bien de los seres humanos y su destino.
En
el orden natural toda autoridad ha de regirse por el bien moral y orientar sus
esfuerzos al bien común. Las diversas personas que integran la sociedad merecen
el pleno respeto de estas autoridades, particularmente han de respetar el campo
de sus convicciones morales y religiosas con el único límite del bien común.
Los sujetos por ello han de poder ejercer su libertad religiosa y de conciencia
e incluso poder excluirse del cumplimiento de ciertos requerimientos de la
autoridad en base a su derecho a la objeción de conciencia que no representa un
rechazo ni de la autoridad constituida ni de la cooperación al bien común. Lo
mismo se puede decir del más radical derecho de resistencia ante
autoridades que violen reiterada y gravemente la Ley Natural, siempre desde la
proporcionalidad y evitando toda violencia gratuita.
Entre
los sistemas de organización de la Sociedad Civil hoy se suele preferir el
democrático; en buena medida, apoyados en la experiencia histórica de los
pueblos y contemplando los riesgos añadidos de otras formas de
organización política, que han derivado frecuentemente en graves atropellos de
los derechos de las personas y fomentado terribles conflictos entre las
naciones. No obstante, ningún sistema político nos puede satisfacer plenamente
ni se pueden excluir, por sistema, ninguno que se funde en el orden moral y
persiga alcanzar el bien común.
Pero
para los que vivimos en sistemas llamados democráticos conviene tener presente
que ya los griegos señalaban que el gran mal de la democracia era degenerar en
demagogia, al mismo tiempo que nos recordaban que para mantener sana una
democracia era preciso cuidar mucho en los ciudadanos la virtud cívica. A
esto podemos añadir que la base y garantía de la democracia no está en la comunidad
política, sino en la sociedad civil. El escrupuloso respeto a
cada nivel del principio de subsidiariedad y el estímulo de la vitalidad de los
diversos cuerpos intermedios. La política al servicio de la sociedad, no de
la ingeniería social, que usa la política y sus recursos de poder
para imponer a la entera sociedad las ideas de unos pocos hábilmente
infiltrados en los entresijos del poder político. La “politización” lleva a la
“burocratización” de la vida social y esto a costes cada vez más insoportables
de la “cosa pública” que se traducen en cargas fiscales y endeudamiento.
La
religión se ha considerado durante siglos un factor que dignificaba el tejido
social, que ayudaba a hacer más virtuosas a las personas, más responsables, más
solidarias y generosas y por eso durante milenios los poderes públicos han
favorecido la religión, en general o, las más de las veces, la mayoritaria o la
que profesaban las autoridades. La maduración del valor de la persona humana y
del respeto de su libertad de conciencia ha llevado a que los sistemas
democráticos, principalmente, respetasen la libertad religiosa de los súbditos,
incluso su opción por no profesar religión alguna, pero favoreciesen las
relaciones de cooperación con las confesiones religiosas como algo bueno para
la sociedad y sus principios comunes, incluso favoreciendo las peculiares relaciones
de especial colaboración con la confesión mayoritaria en la sociedad o que más
hubiese influido en la configuración de la cultura de la propia sociedad civil.
Los
Totalitarismos del siglo XX, apoyados en principios laicistas de las corrientes
críticas y revolucionarias del siglo anterior, se mostraron contrarios a la
religión como realidad pública, tolerándola tan sólo en nivel privado de la
vida. Estos planteamientos han rebrotado en las últimas décadas en el mundo
entero. Difícil es no ver en ello la acción de grupos de presión ideológica que
actúan mundialmente. Pero la neutralidad política que plantean entre creencia e
increencia, con su “laicidad del Estado”, no es tal, es una apuesta por
el laicismo de Estado, que es algo muy distinto al Estado aconfesional. Es una
camuflada versión del ateísmo de Estado y cuyos instrumentos son las políticas
“sociales” (entendiendo por ellas no las de búsqueda de la justicia social o la
redistribución equitativa de las rentas, sino las que buscan la destrucción del
orden moral cristiano e incluso natural), el control de los medios de
comunicación y de las políticas culturales y el monopolio estatal de la
educación gratuita o accesible económicamente.
La
vida eucarística alimenta la vida moral y el compromiso social cristiano. La
adoración reconstruye, particularmente, la armonía de nuestras relaciones con
Dios y con los hermanos. Un adorador no puede ser un “pasota” ante la cosa
pública. Con el Magisterio de la Iglesia tenemos que cultivarnos
espiritualmente y también formarnos, en lo moral y en lo doctrinal. Hemos de
redescubrir la dimensión moral y de caridad cristiana del compromiso político,
principalmente por medio de la reivindicación, organización y actuación desde
la sociedad civil, pero sin excluir responsables compromisos en la
actividad política, en los partidos y en los cargos públicos. Tenemos una
especial responsabilidad en nuestros largos tiempos de oración silenciosa,
litúrgica o devocional, de orar por las autoridades y magistrados de la
sociedad, para que sean honestos y procuren el bien común.
Cuestionario
para la oración y reflexión.
¿Cumplimos
con nuestro deber de orar por las autoridades políticas de nuestro Estado? ¿Lo
hacemos conscientes de la eficacia de la oración?
¿Qué
iniciativas tomamos a partir de la meditación del Evangelio y de la
participación y adoración de la Eucaristía para revitalizar el protagonismo de
la Sociedad Civil y de la Iglesia Católica y sus asociaciones en nuestro país?
¿Qué más podemos hacer?
¿Hasta
qué punto tomamos en serio nuestra responsabilidad de participar en las
elecciones y de realizar nuestras opciones desde los principios evangélicos y
la enseñanza social de la Iglesia? ¿Qué podemos hacer para mejorar en esto?
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