Bienaventuranzas.-VIII.- Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
¿A quiénes dirige Cristo esta Bienaventuranza? ¿A quiénes podemos llamar misericordiosos, cuando la misericordia parece una virtud que sólo Dios puede vivir, que tanta gloria da a Dios?
Son misericordiosos quienes aman verdaderamente a sus hermanos con el corazón y en el corazón de Cristo y no discriminan a nadie, no juzgan a nadie, no dejan de rezar por nadie, y ofrecen su vida por todos sin esperar nada a cambio.
Son misericordiosos los que tienen su corazón en la miseria moral, física y espiritual de los demás; los compasivos; los que comprenden las debilidades y flaquezas del prójimo y le ayudan a superarlas.
Son misericordiosos quienes no se asustan de ningún mal, conscientes de que en Cristo podemos vencer todo pecado, y saben que hay que vencer el mal con abundancia de bien.
Son misericordiosos quienes, conscientes de su debilidad y de su fragilidad, están abiertos a perdonar a todos los que han procurado hacerles mal. Y los perdonan, aunque los ofensores no reconozcan el mal que han hecho o han pretendido hacer.
Son misericordiosos quienes desagravian a Dios por las ofensas y los pecados de los demás. Tienen el corazón en la pena y el dolor de Cristo, y le acompañan.
Son misericordiosos quienes abren su corazón a las necesidades de los demás, y muy especialmente a las necesidades espirituales. Quienes acogen a todos, no juzgan a nadie, y les ayudan a reconocer su pecado y a pedir perdón. Quienes no condenan a nadie y les animan a arrepentirse de verdad, sin temor, y a pedir perdón de sus pecados.
"No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mt 9,13). Jesús aceptó la invitación de Mateo a comer en su casa, que se llenó enseguida de publicanos y pecadores. Los fariseos preguntaron a los discípulos por qué comía su Maestro con publicanos y pecadores. Pero fue Jesús el que les respondió: "No necesitan médico los que están sanos, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mt 9, 10-13).
Cristo, en el episodio de la mujer adúltera, nos da un ejemplo vivo de su corazón misericordioso. Una vez que la mujer admite su pecado, todos los que la acusan quieren apedrearla. El Señor guarda silencio, y después invita a todos a que miren su corazón, su propio pecado. Cristo no la condena: la deja marchar. Le perdona el pecado, y a la vez le recuerda que ha pecado y le incita para que no vuelva a pecar (cfr. Jn 8, 3-11).
Cristo nos ofreció el supremo acto de misericordia cuando, clavado en la Cruz, rogó al Padre por quienes le crucificaban y por cada uno de nosotros, porque también sufrió por nuestros pecados: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).
Esta bienaventuranza señala uno de los más altos grados de Caridad –junto al martirio- que el hombre puede alcanzar en la tierra. Es la manifestación palpable de que el hombre puede amar como Cristo nos ama. El misericordioso realiza en Cristo ese misterio del amor de Dios que san Pablo desvela en los últimos versículos de su canto a la Caridad: "La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, lo soporta todo" (1 Cor 13, 6). El corazón del misericordioso mantiene siempre vivo en el mundo el reflejo de la llama de amor del Corazón de Cristo.
“Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9, 13), recuerda el Señor. El misericordioso vive ese regalo de Dios que es el Espíritu Santo, y que Dios ha derramado en el corazón de los hombres (cfr. Rm, 5, 5).
“Dios rico en misericordia; tardo a la ira” (Ex 34, 5-6). Y tiene el corazón en la miseria y en los pecados de los hombres.
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