Homilía en la
apertura del Año de la Misericordia en la Catedral de Sevilla
La misericordia del
Señor llena la tierra. Estas
palabras del salmo 32 servían como título a mi carta pastoral de comienzo de
curso. Ellas constituyen el mejor resumen del Antiguo y del Nuevo Testamento y
de la entera Historia de la Salvación. Con ellas como pórtico inauguramos en
nuestra Archidiócesis el Jubileo de la Misericordia, convocado por el Papa
Francisco por medio de la bula Misericordiae
Vultus, con el lema “Misericordiosos
como el Padre”
La misericordia es uno de los contenidos esenciales de
la revelación cristiana y es también el tema central de las lecturas de este
domingo III de Adviento, conocido como domingo Gaudete, en
el que la liturgia, por boca del profeta Sofonías, nos invita a la alegría al
considerar la grandeza de la misericordia de Dios, que cancela la condena del
pueblo de Israel, perdona sus infidelidades y permite la vuelta del destierro
de Babilonia.
También nosotros somos destinatarios de la
misericordia de Dios, que nace en el seno de la Trinidad Santa, del Padre de
las misericordias, el «Dios
compasivo y misericordioso, lento a la cólera, y rico en clemencia»(Ex
34,6), que se apiada de la humanidad caída y en la plenitud de los tiempos nos
envía a su Verbo, que voluntariamente se le ofrece para encarnarse por obra del
Espíritu Santo y llevar a cabo la obra saludable de nuestra redención. Como nos
dice el Papa en la bula, Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre,«rico de misericordia» (Ef 2,4). Jesús, a lo largo de su
ministerio público, con su palabra, con sus gestos y signos manifiesta de
manera definitiva la misericordia de Dios y su amor de Padre.
El rostro de Jesús rezuma piedad, misericordia y amor.
Su persona no es otra cosa sino amor, un amor que se dona y ofrece
gratuitamente. Los milagros que realiza, sobre todo con los pecadores, los
pobres, los excluidos, enfermos y endemoniados llevan consigo el marchamo de la
misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él está falto de
compasión. Su misericordia y su compasión tienen su culmen en el Calvario, en
el que se inmola libremente por toda la humanidad.
Siguiendo la estela de su Señor, la Iglesia debe ser
la casa de la misericordia, del servicio gratuito, de la ayuda, del perdón y
del amor. En la bula Misericordiae
Vultus escribe el Papa una frase que ya se ha popularizado y
que ninguno de nosotros deberíamos olvidar: “la
misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia”. Sí.
La Iglesia nunca debe cansarse de ofrecer misericordia, estando siempre
dispuesta a confortar y perdonar. Su misión prioritaria es ser signo y testimonio
de la misericordia en todos los flancos de su vida. Todo en la acción pastoral
de la Iglesia debe estar revestido de la ternura con que trata a sus hijos.
Nada en su anuncio de Jesucristo y en su testimonio ante el mundo debe carecer
de misericordia, hasta el punto de que la credibilidad de la Iglesia pasa a
través del amor misericordioso y compasivo. El Papa reconoce con humildad que
en el pasado, en ocasiones, nos hemos olvidado de caminar por las sendas de la
misericordia. La celebración del Jubileo debe ser ocasión para pedir perdón a
Dios por nuestras actitudes de prepotencia, por nuestras omisiones cainitas,
por pasar de largo ante los dolores, urgencias y sufrimientos de nuestros
hermanos.
Desde la experiencia del perdón de Dios, de sentirnos
amados y perdonados en el sacramento de la penitencia, nos corresponde a
nosotros ofrecer el perdón y la misericordia a nuestros hermanos,
reconciliándonos entre nosotros, con nuestros familiares y amigos, rehaciendo
relaciones rotas, mirándonos a los ojos, dándonos la mano, y restaurando la
paz, la comunión y la concordia. Efectivamente, todos los hijos de la Iglesia
hemos de vivir y sentir la experiencia de la misericordia. La primera verdad de
la Iglesia es el amor de Cristo, del que nosotros debemos participar viviendo
la entrega y el servicio humilde, haciéndonos siervos y servidores de nuestros
hermanos. Nuestras parroquias, comunidades, asociaciones, movimientos y
hermandades deben ser oasis de misericordia. La vida de la Iglesia es auténtica
y creíble cuando hace de la misericordia su razón de ser. La misericordia es su
primera tarea. Ella está llamada a ser testigo veraz de la misericordia,
viviéndola como el centro de la revelación de Jesucristo.
El Papa nos invita en el Año Santo a abrir el corazón
a cuantos viven en las periferias existenciales, en situaciones de pobreza y
sufrimiento, de los que son víctimas aquellos hombres y mujeres que no tienen
voz porque su grito se ha debilitado y silenciado por el egoísmo de tantos.
Pienso en los enfermos, en los ancianos que viven solos, en los sin techo y,
especialmente en los parados adultos y jóvenes, tan numerosos entre nosotros,
para los que vamos a crear un centro de reinserción laboral, que quedará como
hito o gesto visible del Jubileo.
En este Año los hijos de la Iglesia estamos llamados a
curar las heridas físicas y morales que padecen tantos hermanos nuestros, a
aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia, a
curarlas con la solidaridad y la debida atención, a practicar las obras de
misericordia corporales y espirituales, a compartir nuestros bienes con los
necesitados, y no sólo lo que nos sobra, sino incluso aquello que juzgamos
necesario. A ello nos ha invitado también Juan el Bautista en el Evangelio de hoy
al señalarnos los caminos de la conversión para acoger al Mesías que nace de
nuevo para la Iglesia y para el mundo en la ya cercana Navidad.
Todos los hijos de la Iglesia estamos llamados en este
Jubileo a una conversión profunda y sincera, a volver a Dios, dispuesto siempre
al perdón y a la misericordia que el Padre siempre derrocha con nosotros.
Aprovechemos personal y comunitariamente los medios que se nos ofrecen para
vivir intensamente este tiempo de gracia y de renovación espiritual. Dediquemos
tiempo a la escucha orante de la Palabra, para contemplar la misericordia de
Dios y asumirla como propio estilo de vida. Reconciliémonos con el Señor y con
la Iglesia por medio de una buena confesión.
El Papa nos pide que situemos en el corazón del Jubileo
el sacramento de la misericordia, el sacramento de la penitencia, del perdón y
de la reconciliación con Dios y con los hermanos, haciendo todos los esfuerzos
que estén en nuestra mano para recuperar este hermosísimo sacramento, de modo
que ocupe el lugar que le corresponde en nuestra vida personal y comunitaria,
como manantial de fidelidad y de santidad, como sacramento de la paz, de la
alegría y del reencuentro con Dios, en el que experimentamos en carne propia la
grandeza de la misericordia de Dios y la alegría que produce en el alma su
perdón.
Peregrinemos a nuestra catedral, a las cuatro
basílicas jubilares y a los dos santuarios señalados, que deberán facilitar a
los fieles la recepción del sacramento del perdón. Crucemos la Puerta santa de
la misericordia, puerta que no es otra que Jesucristo, pues Él mismo nos dice
en el Evangelio de San Juan: “Yo
soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir y
encontrará pastos” (Jn 10, 7-9).
Esto quiere decir que el fin último del Jubileo es el
encuentro con Jesucristo, que trasforma nuestra vida, le da un nuevo sentido,
una esperanza renovada, una alegría recrecida y rebosante y una sorprendente
plenitud. Es la experiencia de los apóstoles, de Pablo, de la Samaritana, de
Zaqueo, del Buen Ladrón, de los santos y de los millones de hombre y mujeres
que a lo largo de la historia de la Iglesia se han encontrado con Jesús, pues
como nos dice el papa Francisco en la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, “la alegría del evangelio llena el corazón y
la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por
Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del
aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.
El Jubileo nos invita a salir de la tibieza, la
mediocridad y del aburguesamiento espiritual, y a restaurar la soberanía de
Dios en nuestra vida, porque la primacía de Dios es plenitud de sentido y de
alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios y
su corazón estará inquieto hasta que descanse en Él.
Os invito, pues, a poneros en camino al encuentro con
el Señor en este Adviento y a lo largo de todo el año. Os invito a peregrinar
individualmente o en grupo a las iglesias jubilares de acuerdo con el
calendario previsto para los distintos sectores pastorales, abriendo nuestros
corazones a la indulgencia jubilar. Con san Pablo os invito a dejaros
reconciliar con Dios, que está siempre dispuesto, como en el caso del hijo
pródigo, a acogernos, a recibirnos, a abrazarnos y a restaurar en nosotros la
condición filial. Que el Jubileo sea para todos un acontecimiento de gracia y
de intensa renovación espiritual. Que ninguno de nosotros echemos en saco roto la gracia de Dios que
va a derramarse a raudales sobre nosotros en esta nueva Pascua, en este nuevo
paso del Señor junto a nosotros, a la vera de nuestras vidas, para
convertirlas, recrearlas y renovarlas. Que todos le abramos con generosidad las
puertas de nuestros corazones y de nuestras vidas.
Intercede por nosotros la Santísima Virgen, en su
título de los Reyes, que ha venido a nuestro encuentro en esta ocasión
excepcional. Nadie como ella ha experimentado la misericordia de Dios, que se
derrama sobre ella y la envuelve con su gracia en su concepción, en la
anunciación y en su asunción a los cielos. En elMagnificat la
Santísima Virgen, celebra la misericordia de Dios,
que llega a sus fieles de generación en generación. Que ella, reina y madre de misericordia,
como la invocamos en la Salve, nos ayude en nuestra conversión y nos conceda
gozar de la alegría y el júbilo que son consustanciales al Jubileo que hoy
iniciamos. Así sea.
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